Los secretos de este desapercibido edificio
«Barcelona es la segunda capital de Wagner», declaraba el músico y divulgador Ramón Gener en su espléndido programa televisivo. Prueba de ello, señalaba, son el Palau de la Música, la Associació wagneriana de Barcelona o las contadas ocasiones en las que la Compañía del Festival de Bayreuth se ha prodigado fuera de su feudo para visitar esta ciudad.

No, no voy a hablar de Wagner. De lo que quiero hablar es de un fantasma, un fantasma wagneriano, desde luego, que ronda por el corazón de Barcelona aunque muy pocos sepan de su presencia. Se trata del fantasma de un antiguo café: El oro del Rhin.

Cada mañana, de camino a la oficina, me detengo en el semáforo que regula el tráfico en la confluencia de Rambla de Catalunya con la Gran Vía. Si miro un poco a mi izquierda, de cara al final de la Rambla, puedo ver la Casa Pía Batlló, en cuyos bajos (que hoy son una sucursal bancaria) existió, de 1929 hasta 1969, el mencionado café.
La Casa Pía Batlló fue obra del arquitecto Josep Vilaseca i Casanovas, el mismo que construyó el Arco del Triunfo de Barcelona para la Exposición Universal de 1888.

El tiempo apremia y, mientras cruzo la avenida observo, distraídamente, las dimensiones del edificio, admiro sus torres con miradores, las coloridas vidrieras, los arcos cegados, los fénix ígneos repetidos en las barandillas de los balcones, la ecléctica fauna desplegada por su fachada…toda esa fantasía romántica materializada en piedra. Y justo allí, me digo, bajo el cenador que mira a la Gran Vía, estaba el magnífico local.
Inaugurado una hermosa tarde de mayo del año 1924, el establecimiento nació predestinado a coronar toda una época de la ciudad (ese mismo año aparecieron la olla a presión o la batidora túrmix para facilitar las tareas culinarias del futuro). El Oro del Rhin no sólo era un café, sino que también ofrecía servicio de restaurante, cervecería, charcutería y música en vivo (memorables fueron las noches en las que allí amenizaba la velada la orquesta del maestro Tolrà). En sus salones se reunieron intelectuales y artistas de la talla de Max Aub, Rafael Barradas, el crítico Sebastià Gasch o el poeta Federico García Lorca durante sus visitas a Barcelona. Y allí celebró la gran Margarita Xirgu su despedida de la ciudad, ya dispuesta a hacer las Américas.

Y después de que los milicianos saltaran las barricadas para sentarse en las mesas de la gran terraza y la Guerra Civil le arrancara la «h» del nombre y los espías nazis, ingleses y franceses se vigilasen mutuamente tras las columnas del comedor, el café aún acogió a nuevas generaciones de intelectuales barceloneses (Marsé, Benet, Ferrater, los Goytisolo…) que conversaron, polemizaron y amaron al abrigo de los tapices de Adolfo Sanz.
«Desaparecidos los míticos cafés de antaño -La luna, El Oro del Rhin, Términus-, consuela comprobar que aún queda en pie el Bauma en esta ciudad demasiado propensa a los cambios, ciudad eternamente insatisfecha (…)», escribe Vila-Matas en el lento y melancólico viaje alrededor de su juventud barcelonesa.

Y es que Barcelona tiene cierta querencia a la grisura y, apoco que nos descuidemos sus habitantes, la ciudad se apaga y se va cubriendo de una pertinaz e ingobernable roña que amenaza con hacerla desaparecer.
Barcelona necesita ser mimada porque se debate permanentemente entre la vergüenza privilegiada (su esplendor burgués, su envidiable situación geográfica, su potencial económico) y los fantasmas de la ira y la sinrazón subversiva. Y en esas tempestades ahoga su pasado, malgasta su presente y sospecha de su futuro.
De aquellos esplendores románticos y modernistas quedan algunos edificios exhibidos como bellos dinosaurios en el horrendo museo del turismo de masas. Pero gran parte de aquellas maravillas arquitectónicas declinan ahora cual maltrechos personajes de opereta, astrosos decorados de antiguas representaciones del orden, la cultura y el gusto por la belleza que, una vez, fueron el emblema de nuestra ciudad.
Bajo las oscuras aguas del tiempo y del olvido yacen los abundantes pecios de otras épocas, tal vez no mejores, pero sí más tocadas por la esperanza. Pecios como el Oro del Rhin que se llevó hasta el fondo las palabras elogiosas que Lorca dedicó a Barcelona, las interpretaciones sublimes de la Xirgu, a todos los espías alemanes, ingleses y franceses que perdieron la guerra del amor y la fraternidad y a la bulliciosa canalla de aquella ciudad prodigiosa que pasaba muchas tardes sentadas en la mesa del mítico café.
Sí, Barcelona es wagneriana. Y como tal representa, como ninguna otra ciudad, el ocaso de un mundo que vivió el áureo embeleso de la prosperidad sin fin y acabó sepultado bajo las aguas de una desmemoriada indolencia.
Prosigo mi camino, Rambla arriba, pensando en el Oro del Rhin, en Wagner, en la posibilidad de cruzarme esta mañana de marzo con un viejo caminante tuerto, apoyado en una vara de fresno, que hubiese decidido quedarse aquí, eternamente. Y sonrío y tarareo, feliz, el famoso preludio.